viernes, 29 de abril de 2011

Ladrones de altura (Columna publicada en el número 9 de CampoBase). Noviembre 2.004. Iñaki Ochoa de Olza.

Escalar en el Tíbet es una de las experiencias más enriquecedoras que uno pueda tener en su vida. La invasión china de los años 50 ha cambiado poco la situación, al menos en apariencia. Se pasó de una sociedad feudal dominada por los lamas a una violenta dictadura militarizada dirigida desde Pekín. Pero los tibetanos seminómadas del altiplano son la gente más salvaje que se pueda imaginar, y el medio que les rodea es el menos adecuado posible para la supervivencia humana. Ni todos los chinos del mundo podrían despojar al más humilde tibetano del tesoro que todos ellos alojan en su corazón: su infinita fe en el Dalai Lama y en su pronto regreso a la tierra del trono de los dioses.

Pero siendo un pueblo tan rico espiritualmente no pueden ser más pobres en la práctica. Comen un poco de harina de cebada, llamada Tsampa, beben algo de un té salado, al que cuesta acostumbrarse, y chupan pedazos de queso duro como el granito que sabe a cualquier cosa menos a queso. Su tienda de campaña es su casa, hoy aquí y mañana allí, que tiene el techo rajado para dejar salir el humo de las fogatas sobre las que cocinan, fuegos alimentados por boñigas de yak. Como no hay leña para quemar ni nadie puede cavar un hoyo, los muertos se descuartizan sobre una piedra y se dan de comer a los buitres. Allí la religión está presente en todas las facetas de la vida y no extraña mucho que crean en la reencarnación. Pero la necesidad es imperiosa y la visita de escaladores y viajeros equipados como extraterrestres supone una tentación difícil de rechazar por los pastores de yaks que conducen los bultos de las expediciones hasta los diferentes campos base. Utilizan técnicas increíblemente creativas para afanarte hasta los calzoncillos, si te descuidas.

Durante mi primer viaje por allí, en 1993, me quedé rezagado de la caravana de yaks que transportaban a regañadientes nuestros bártulos. Pude observar como uno de los tibetanos, que no se había percatado de mi presencia, rajaba con su cuchillo y sin el menor disimulo uno de nuestros petates e iba metiendo la mano dentro cada 10 minutos: sacaba latas de comida y las depositaba por el suelo, en sitios fácilmente reconocibles, supongo que con la idea clara de recogerlas a la bajada y variar su dieta. Me rompió el corazón recoger buena parte de su botín y guardarlo en mi mochila, pero andábamos justos y no podíamos permitirnos perder comida. El buen hombre aquel se sorprendió al verme sacar de mi mochila lo recuperado y pude ver en sus ojos una mirada de decepción que nunca olvidaré.

Por eso en mi siguiente viaje, algún año después, tomé medidas drásticas. Compré en Katmandú, antes de entrar en Tíbet, 25 o 30 kilos de comida extra variada, latas, galletas y algo de carne. Con ese saco de viandas me presenté ante el jefe de los yakeros y le dije que toda esa comida sería para ellos si ninguna de nuestras pertenencias se ‘volatilizaba’. Por descontado, nada desapareció de nuestro equipaje: aprendí que la compasión es la gran virtud que poseen los budistas, que me ensañaron que es mejor intentar comprender a tu ‘enemigo’ que convertirte en su antagonista. Después de entender eso, todo resulta más sencillo.

viernes, 15 de abril de 2011

Ciudadanos del mundo.




Estos últimos días he estado ayudando a una persona que quiere invitar a un familiar que vive en el extranjero a pasar unos días aquí, y no os podéis imaginar la de trámites burocráticos e impedimentos que me he podido encontrar. Después me ha venido a la mente la frase "Somos ciudadanos del mundo"...y se me ha escapado una sonrisa.
La ilustración es del caricaturista cubano Arístides Esteban Hernández Guerrero (Ares) y me viene que ni pintada...nunca mejor dicho.

viernes, 1 de abril de 2011

Jagat Fútbol Club.

Jagat Fútbol Club (Columna publicada en el número 5 de CampoBase. Julio 2.004).

"La gente acostumbra a despedirme en vísperas de mis viajes con una palmada en la espalda acompañada de un "qué vida te pegas", ignorantes a veces de que la libertad tiene un precio e incapaces en otros casos de decidirse a dar el paso que supone romper algunas barreras, paredes y muros de esta nuestra civilización. Meses después esa misma gente preguntará en las conferencias "¿Por qué?" y "¿Qué se siente?" y yo sudaré explicando que las cimas no significan tanto, y que el número de ochomiles (o tresmiles...) que uno escale no es más que el reflejo distorsionado que percibe el mundo occidental, que todo necesita tenerlo clasificado. Intentaré demostrar que la esencia de mis viajes es el cambio que se produce siempre en mí, el aprender cada día. Y eso se hace durante todo el camino, y no en las cumbres precisamente.

Además, el hecho de largarse a un país lejano no es garantía de nada. Hay gente que viaja y no tiene intención de cambiar y a mí me parece respetable. Esto lo aprendí trabajando de guía el año pasado, dando la vuelta al macizo de los Annapurnas, en Nepal. Mis compañeros de viaje, amigos, eran siete avezados montañeros, hartos de destrozar botas durante años. En 25 días, ninguno de ellos pidió para comer Dal Bhat, (plato de lentejas con arroz que los nepalíes comen dos veces al día durante toda su vida ) y eso que me veían a mi comerlo a diario sin excepción. Preferían pollo o pizza, y alguno no pidió trucha a la navarra de puro milagro.

En mi opinión el éxito del trekking no reside en la calidad de nuestras fotografías, ni en nuestros videos ‘de primera’, sino en lo que seamos capaces de percibir con esa lente interior, con ese objetivo mental que enfoca la realidad y la traduce en enseñanzas. El segundo día de caminata remontamos el curso del río Margsyandi, adentrándonos en tierras habitadas por la etnia gurung . A mediodía paramos a almorzar en Jagat, un pequeño pueblo entre bloques de piedra. Sudorosos y sedientos, nos dirigimos a una casa que se anunciaba como Tibetan Lodge donde nos atendieron un par de mocosos, hermanos de 8 y 10 años. Mientras su madre cocinaba, los niños, tímidos, nos mostraron después su curiosidad.

Me sorprendió su atuendo. Vestían uniforme de futbolistas: botas con tacos de goma, medias hasta la rodilla, pantalones holgados, y el mayor tenía incluso guantes de portero. Compartían un balón que había conocido tiempos mejores. El pequeño, más avispado, se llamaba Moti Lal, de padre tibetano y madre nepalí, y tanto él como su hermano jugaban en el ‘Jagat Fútbol Club’. Me mostró orgulloso su destrozada camiseta con la foto de Ronaldo. En el pueblo, de ocho casas, no había un palmo cuadrado de terreno llano así que, asombrado, le pregunté quien era su ídolo futbolístico. Sin pensarlo, en un inglés perfecto y con un brillo intenso en la mirada me soltó:

—Quiero ser como Beckham.

El que puede cambiar no quiere, y el que quiere simplemente no puede. ¿No piensan en ocasiones que éste es un mundo maldito?".